Un oficio tenebroso, pero muy socorrido y rentable, es el de agorero. Desde la Roma antigua, la gente que se dedica a pronosticar males individuales o colectivos alcanza altos grados de reconocimiento social, a nada que domine la escenografía de la farsa. El público comenta sus augurios con mucho respeto y le paga muy bien para que siga haciéndolos. ¿Que luego pasa el tiempo y no se cumplen? Tanto da; nadie se acuerda. ¿Que acierta, así sea como el burro flautista? Se apresura a apuntarse el tanto.
Hay agoreros de diverso tipo. Están los que visten túnicas exóticas y manejan artilugios (echan cartas, miran bolas de cristal, contemplan los posos de las tazas de café, siguen el vuelo de algunas aves, etc.) y los hay que se las dan de científicos. Entre estos últimos menudean los que no pronostican males de amor, accidentes domésticos y otras desgracias de uso privado, sino turbulencias y catástrofes sociales de diversa magnitud, desde el fin del mundo hasta la disolución de la familia, carcomida por la depravación de las costumbres. Algunos augurios han accedido ya a la categoría de clásicos: ¿cuánto supuesto experto no habrá pronosticado en los últimos sesenta o setenta años la inminente desaparición del teatro? Pues ya ven ustedes: mal que bien –y en crisis permanente, vale–, pero ahí sigue.
El augurio más en boga desde hace un par de decenios es el que anuncia la inevitable desaparición de la prensa escrita, que va a morir víctima de Internet –dicen– en cosa de nada. Pero es que hace 15 años ya era “en cosa de nada”... y nada.
Me da que la cosa va para largo. ¿Por qué? Pues seguro que por muchas razones, pero avanzo una: los periódicos de papel son los únicos que han demostrado capacidad para establecer qué importancia relativa tienen las noticias. Su jerarquía. La prueba es que la totalidad de los informativos y magazines de las radios y las televisiones se construyen siguiendo la pauta marcada por lo que se vende cada mañana en los quioscos.
Yo no pronostico nada, porque cualquiera sabe, pero me malicio que hay mucho vendepeines pronosticando. Y que pronostica no porque sepa, sino para vender el pronóstico.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (25 de agosto de 2008).