Antonio María Rouco, cardenal de Madrid, no frecuenta la Biblia. De recalar de vez en cuando en los libros del Antiguo Testamento, sabría que de ese Dios en el que dice que cree pueden asegurarse muchas cosas, pero no, como ha escrito en su última homilía, que sea “fuente de consuelo y de libertad” y “luz para apreciar con justeza la bondad y la belleza del mundo”. Más bien todo lo contrario: es difícil imaginar un ente de ficción más antipático y vengativo y –ya de paso– machista, belicoso y destructivo que el pintado en las Viejas Escrituras.
Decía Woody Allen que escuchar la música de Wagner incita a invadir Polonia. De modo similar, leer al profeta Jeremías produce el deseo irreprimible de bombardear Gaza.
A Rouco le preocupa que se utilicen “espacios públicos” –los autobuses– “para hablar mal de Dios”. ¡A qué extremos puede llevar el subjetivismo! En primer lugar, nadie habla mal de Dios. Un agnóstico no puede hacerlo. Nadie habla mal de lo que tiene por inexistente. Jamás se me ocurriría denigrar a los venusianos. Otra cosa sería criticar a alguien que nos exigiera sumisión a los venusianos. En segundo lugar: quien utiliza en España “espacios públicos” para hacer proselitismo –no sólo gratis, sino incluso subvencionado– es la Iglesia católica, que tiene a su disposición la radiotelevisión pública para darnos la murga a diario con sus peculiares creencias.
Me he referido antes a ese Dios en el que Rouco “dice que cree”. Era devolución de su gentileza: en su homilía él mencionó a quienes “dicen que no creen” en Dios. Si él desconfía de la sinceridad de los agnósticos, ¿por qué habríamos de tomarnos nosotros en serio sus supuestas creencias, que tanto le rentan?
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (27 de enero de 2009).