Jamás hubiera supuesto que podría echar de menos a Juan Pablo II. Ni a Pío XII, al que también me tocó sufrir. Lo de Juan XXIII fue en parte diferente: tenía un talante más plácido y dialogante. Pero no a sus sucesores, salvando al fugaz Juan Pablo I, extinto en misteriosas circunstancias.
Ahora confirmo que, como escribió Machado, nada en esta vida es impeorable. El actual papa, Ioseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, va camino de convertirse en lo peor de lo peor en su género. Su intento de rehabilitar a un obispo caracterizado por quitar importancia a los campos de exterminio nazis –benevolencia tal vez inspirada por su antañona pertenencia a las Juventudes Hitlerianas y al servicio antitanques de las Fuerzas Armadas del III Reich- le ha traído ya más de un problema. Pero para mí que está todavía más marcado por su labor como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la versión actual de la Inquisición), cargo desde el que persiguió con verdadera saña a los teólogos progresistas del mundo entero y luchó vigorosamente para que la Iglesia Católica no mostrara ni sombra de comprensión hacia la homosexualidad, asunto que parece obsesionarle.
Me cuentan ahora que, con la inestimable ayuda de su íntimo Rouco Varela, está preparando una purga en la jerarquía de la Iglesia vasca para limpiarla de semi disidentes y semi afectos al nacionalismo vasco. Para dejarla como una patena, por así decirlo. Los obispados de San Sebastián y de Bilbao están ya en su punto de mira.
A mí, agnóstico de profesión, nada de todo esto me afecta en lo directamente personal. Pero tiene consecuencias sociales. Y tampoco soy de los que creen que cuanto peor, mejor.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (13 de marzo de 2009).