El pasado jueves asistimos a dos aparatosas polémicas que parecían incluso personales. En ambas, uno de los participantes se desmelenó, pese a formar parte todos ellos, supuestamente, del mismo bando político. Alguno se caracterizó incluso por su ponderación: fue el caso de Octavio Granado, secretario de Estado de Seguridad Social, quien, con discreción, puso en manifiesto, con calma y sentido didáctico, que la Seguridad Social española corre tan poco peligro de acabar este ejercicio en déficit que incluso puede permitirse asumir el pago de partidas presupuestarias que no le corresponden a ella, sino al Estado. En cambio, el gobernador del Banco de España, en su característico catastrofismo, se lanzó con los pies por delante, creando una confusión totalmente innecesaria. ¿Por qué? ¿Para que se sepa que está ahí?
Aún más espectacular fue la salida de tono provocada por el fiscal general del Estado Cándido Conde-Pumpido, quien procedió a atacar desaforadamente a la Policía, acusándola de no informar de sus investigaciones a la Fiscalía. Hasta su propio tono resultó chabacano y artificioso. Lo más chusco es que aquello que por la mañana parecía todo un crimen, pocas horas después se había convertido en un caso sin importancia, meramente anecdótico, según su propio promotor matinal. Explicación dada sobre la marcha: una vez que ambas partes hubieran hablado con el ministro del Interior, las aguas volvieron a su cauce. ¿Y por qué no aclarar las cosas antes de montar la marimorena y no después? ¿Afán de notoriedad?
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (20 de abril de 2009).