Hace años, cuando mi columna vertebral aún daba para eso, tuve una pequeña embarcación neumática con motor, que subía y bajaba desde mi casa a la costa con gran entusiasmo y considerable esfuerzo. La verdad es que era un peñazo, pero me divertía.
En cierta ocasión, al entrar con ella en una ensenada, me pararon unos uniformados que me exigieron que les mostrara “mi titulín”. “¿Qué?”, pregunté, perplejo. Me enteré entonces de que para conducir cualquier barca con motor, por minúscula que sea, hay que obtener un título que, como es muy poca cosa, lo llaman “titulín”.
Al principio me pareció ridículo pero, tras pensarlo, concluí que era sensato. A fin de cuentas, por pequeño que sea el bote, uno va por la orilla con una hélice en marcha, por allí hay gente nadando o buceando… En fin, que conviene estar adiestrado en lo que se puede hacer y en lo que no, y en cómo hacerlo.
Hay profesiones, empleos y oficios que no requieren ningún título. Si uno pinta cuadros, lo hará mejor o peor, pero no pone nada en peligro, salvo el buen gusto. Pasa lo mismo con la escritura. Y con el periodismo: he tenido a mi cargo licenciados en Ciencias de la Información incapaces de hacer la O con un canuto y primorosos escritores autodidactas.
Asunto muy distinto es el de los cirujanos, o el de los ingenieros, o el de los arquitectos. Son profesiones de riesgo. Por más que el título universitario no certifique su pericia, aporta una mínima garantía. Es exigible.
Ahora se discute si hay que tener título para ejercer de informático. Jamás le he pedido a nadie del ramo que me enseñe ningún diploma. Al tercer día de trabajo uno ya sabe si es competente o si es mejor mandarlo a freír espárragos.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (15 de diciembre de 2008).