Les voy a revelar un secreto, que es del mismo género que el de El traje nuevo del emperador: Barack Obama no es negro. Tiene la tez más oscura que la mía, eso sí, pero no mucho más que la de Rafael Nadal y desde luego nada que se parezca a la de un amigo mío senegalés, que tampoco es realmente negro sensu stricto (ni yo blanco), pero cuya piel es muchísimo más oscura que la del candidato demócrata a la Presidencia de los EE.UU.
Obama no es negro (café con leche, como mucho), pero tampoco afroamericano. Los cursis estadounidenses amantes de lo políticamente correcto, que huyen de llamar a nadie “negro” (denominación francamente imprecisa, de acuerdo), recurren de manera sistemática al uso del término “afroamericano”. Afirman que Obama es “el primer aspirante afroamericano a la Presidencia de los EE.UU.” ¿Y de dónde se han sacado eso? Obama nació en Hawai y su familia materna es de allí. Se dice que su padre procedía de Kenia, y no seré yo quien lo ponga en duda, pero no veo nada que justifique priorizar la ascendencia paterna sobre la materna. Por las mismas, podrían decir que es el primer hawaiano que se presenta como candidato a la Casa Blanca.
Esto de enfatizar las ascendencias tiene su aquel. En Estados Unidos, si alguien tiene aire más o menos europeo, nadie cree necesario referirse a los orígenes de su familia. ¿Irlandés, alemán, austriaco, polaco, escandinavo, ruso? Es anecdótico. Pero como el color de su piel no sea demasiado sonrosado, el asunto pasa a primer plano.
Puestos a fijarse en la ascendencia de los políticos, parece bastante más resaltable que los Bush (padre, hijo y hermano) procedan de una estirpe que respaldó a Adolf Hitler cuando ascendió al poder en Alemania y que nunca hayan abominado de ello.
En todo caso, que te puedan clasificar con más o menos fundamento como integrante de una minoría tradicionalmente preterida no dice nada en tu favor. Puedes ser mujer, puedes ser afroamericano, puedes ser gitana, puedes ser chicano, puedes ser lo que sea (es decir, lo que te haya tocado ser) y puedes ser un perfecto asco. Y no doy nombres, porque para qué.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (1 de septiembre de 2008).