Pongámonos en el caso de que alguien tiene que argumentar en público un determinado punto de vista y que, pese a sus esfuerzos, no logra convencer a casi nadie. ¿Razones del fiasco? Pueden ser varias. Quizá es que su criterio no está en sintonía con el de la gran mayoría (de eso sé yo algo). También cabe que no haya sabido defenderlo. O que haya sido incapaz de disfrazarlo hábilmente con bellas palabras. O que sus actos contradigan tan palmariamente sus proclamas que carezca de credibilidad.
Los políticos españoles asentados en una u otra cumbre –porque forman toda una cordillera– prescinden por sistema de la amplia gama de posibilidades que permiten entender los reveses que sufren. Cuando se dan un tortazo sólo tienen una explicación: “No hemos sabido explicarnos”. Circulan a piñón fijo. O sea: “Queda excluido que la sociedad vaya por un lado y yo por otro, con razón o sin ella, o que mi estupidez resulte palmaria, o que mi verbo caótico sea expresión directa de la confusión que habita mi cabeza, o que mi partido sea una cueva de ladrones y así no haya manera. El problema es que quien me escribe los discursos es un inepto, o que nuestra oficina de prensa no funciona, o que quien me elige las camisas y las corbatas no tiene ni idea. A mí sólo me puede fallar lo accesorio, por definición”.
El PP está hecho unos zorros, como todo el mundo sabe, y trata de remediarlo con fotos de familia que parecen sacadas en un funeral y con declaraciones de un Fraga balbuciente que musita con un hilillo de voz: “En mis tiempos no ocurría esto”. Es el momento estelar en el que aparece Rajoy o alguien de su equipo de lumbreras y dice: “Parece que no hemos sabido explicarnos”.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (17 de febrero de 2009).