Cuando ETA subió bruscamente a los cielos al almirante Carrero Blanco en 1973 frustrando con ello los planes sucesorios del general Franco, el dictador nos dejó a todos patidifusos sentenciando en un discurso televisado, con su clásico hilillo de voz desmayada: “No hay mal que por bien no venga”.
Ayer lo recordé cuando leí que la cifra de accidentes laborales mortales está disminuyendo en España. Es verdad, no hay mal que por bien no venga. Lógico: es muy difícil que los parados tengan accidentes laborales. Ni mortales ni veniales. Y si el paro se agiganta en los sectores de más riesgo, como la construcción, doblemente beneficioso. Nadie se cae de un andamio si no se sube a él.
Pasa lo mismo con los atentados urbanísticos: si no se construyen casas, se respeta muchísimo más la naturaleza. Y si el personal no tiene dinero para reponer su coche definitivamente achacoso comprando otro nuevo, o si el sueldo no le da para llenarle el depósito a partir del día 20 de cada mes, o si sus ingresos no le permiten salir de fin de semana ni al pueblo de la esquina, habrá también muchos menos problemas de tránsito y menos emisiones de CO2. Y si las fábricas cierran, los ríos mejorarán la calidad de sus aguas. Y si se consume poco, habrá menos basuras, menos necesidad de reciclar, menos de todo.
Los desastres pueden tener algunas contrapartidas, claro está. Pero no se trata de lograrlas a lo bestia, por la vía del empobrecimiento general, sino de conseguirlas ateniéndose a un modelo de crecimiento sensato, armónico, racional. Y eso es algo de lo que no oigo hablar a los grandes líderes mundiales, a los que parece que sólo les interesan los parches circunstanciales.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (6 de marzo de 2009).