Oí el martes al presentador de uno de los principales informativos de la radio pública: “Mañana, la final de la Liga de Campeones. A los españoles no nos va nada en ello.” Diablos: ¿tampoco a los españoles a los que nos gusta el fútbol? ¿Hay que dar por supuesto que no debe interesarnos un espectáculo deportivo si no lo protagoniza ningún español? ¿Es obligatorio ser nacionalista hasta en los gustos? (Por cierto: el partido resultó apasionante.)
El último fin de semana escuché a otro comentarista, igualmente empleado del ente público, en la retransmisión de la final de un campeonato de tenis (que también estuvo muy animado): “¡Todos estamos con Nadal!” Me pregunté de inmediato: “Ah, ¿sí? ¿Todos? Y eso ¿por qué? ¿Porque ese chico es de Manacor y no suizo? ¿Y a mí qué más me da dónde hayan nacido los que juegan a un lado u otro de la red? Lo que quiero es que jueguen bien y me entretengan.” Todos teníamos que estar con Nadal, por narices.
El peor nacionalismo es el nacionalismo inconsciente. El que se vive como si fuera la más natural de las cosas. El que hace que la piratería en el Índico sólo interese cuando el barco pirateado lleva matrícula española. El que decide que las carreras sólo son de gran interés si las puede ganar un chaval de Soria, de Coria o de Asturias. El que se empeña en hacernos forofos del golf si hay uno de la parroquia que puede vencer, pero pasa olímpicamente de esa plácida práctica deportiva cuando ningún español puede hacerse con la copa correspondiente. El que convierte en lo más lógico del mundo que, si se produce un terremoto con 30.000 víctimas, lo verdaderamente esencial no sea la crudeza de la tragedia, sino averiguar si algún compatriota ha sufrido una rozadura.
Es fantástico: los que se comportan así se declaran permanentemente “ciudadanos del mundo” y hostiles a “todos los nacionalismos”.
Sé que las pulsiones tribales (de todas las tribus: familiares, locales, nacionales) están profundamente enraizadas en el alma humana. Lo que me irrita es que algunos no paren de hablar de la paja que ven en los ojos de los demás y no se den cuenta de la viga que llevan en el propio.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (23 de mayo de 2008).