Las personas, tratadas de una en una, pueden resultar de cualquier tipo: estupendas, odiosas, inteligentes, abominables, reflexivas, superficiales, fascinantes, aburridas… Tomado de manera aislada, individual, todo quídam es de su padre y de su madre. A cambio, quienes se integran en una grey –sobre todo cuando se trata de una grey vociferante– tienen una tendencia casi irrefrenable, compulsiva, a exteriorizar lo peor, lo más agresivo y cenutrio que guardan en sus vísceras.
Para comprobarlo no hay nada como acudir a un campo de fútbol o, alternativamente, a una manifestación política de masas. Ambas posibilidades facilitan el anonimato, que es lo que los individuos de alma zafia, que abundan, aprovechan para dar rienda suelta a sus más íntimas e inconfesables pulsiones.
Hace algunos años que decidí no pisar un estadio, pese a mi afición por el fútbol, porque los gritos de los forofos desmelenados –que suelen ser sectarios, racistas y machistas hasta la extenuación– me ponían mal cuerpo, y tampoco es cosa de pagar para que te amarguen el día. También me resisto, por similares razones, a asistir a concentraciones políticas multitudinarias, por mucho que simpatice con la causa de la convocatoria, porque siempre me topo con gente que parece considerar que no hay nada más gracioso que lanzar consignas extravagantes y desagradables en las que reclaman que sus oponentes sean laminados, tiroteados o colgados de un pino.
Supongo que muchos de ustedes habrán visto las imágenes del partido Espanyol-Barça del pasado sábado, con la barbaridad de las bengalas lanzadas por los Boixos Nois contra el público del Espanyol (que, por cierto, no entiendo por qué, habida cuenta de su historia, ha adoptado la grafía catalana). Ese comportamiento sólo es posible cuando un montón de fanatizados de alma huera forman cortejo.
Georges Brassens escribió en 1966, en su desabrida (y divertida) canción Le pluriel (“El plural”), que “los hombres, en cuanto se juntan más de cuatro, se vuelven una banda de gilipollas”. Yo, más moderado que el genio de Sète, elevaría prudentemente la cifra. Cuatro es poco. Lo subiría a veinte.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (30 de septiembre de 2008).