El Estado español, como muchos otros, viene declarándose desde hace decenios seguidor de la llamada doctrina Estrada. Resumida a grandes trazos, la tal doctrina sostiene que los estados (el español, en nuestro caso) no deben entrar a juzgar, ni para bien ni para mal, los cambios de gobierno o de régimen que se producen en otros países. Se supone que lo fundado o infundado de tales cambios concierne en exclusiva a la población aborigen y que ningún poder foráneo es quién para otorgar o negar lo que en tiempos se llamaba el “reconocimiento de Estado”. En resumen, que uno no tiene relaciones con este o con el otro gobierno, sino con tal o cual Estado, cuyas obligaciones heredan los gobiernos que le dan continuidad, por la vía que sea.
A uno le puede caer mejor o peor la doctrina Estrada, según sus inclinaciones ideológicas personales. A mí, aún siendo consciente de los problemas que acarrea, no me disgusta del todo, en la medida en que limita el papel tutelar de las grandes potencias sobre los vaivenes de los países “de segunda fila”.
Pero cabe estar en contra, por supuesto.
Lo que me parece de coña –una tomadura de pelo, sin más– es que el Estado español se apunte a la doctrina Estrada o se limpie el pompis con ella según sus particulares intereses circunstanciales.
La doctrina Estrada ha sido invocada por los gobiernos de Madrid una y otra vez. Hace años, para tener intercambios comerciales y hasta de venta de armas con el régimen de Augusto Pinochet, por ejemplo. Recientemente, para lavarse las manos con las infames intentonas golpistas contra Hugo Chávez. “No entramos en esas cuestiones; son asuntos internos”, dijeron los de Aznar, y los del PSOE aprobaron en silencio.
Y ahora resulta que hay un golpe de Estado en Mauritania y el Gobierno español se precipita a declarar que lo repudia de pe a pa y que los golpistas deben rendirse ipso facto. ¿En nombre de qué? ¿De la doctrina Estrada... o de los acuerdos pesqueros y de inmigración que había alcanzado a muy alto precio con el régimen derrocado?
La verdad es que, si su descarado y rastrero oportunismo mercantil no diera pena, daría risa. Mucha.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (7 de agosto de 2008).