Los dirigentes de la Unión Europea siempre han deseado mantener buenas relaciones con el régimen marroquí. Tienen para ello razones muy materiales y arrastradas, por más que intenten encubrirlas con encendidas proclamas de apoyo a la democratización y el desarrollo del país magrebí.
Desean, para empezar, que las nada escrupulosas huestes de Mohamed VI les sirvan de guardia pretoriana en dos frentes fundamentales. Primero, yugulando en su propio territorio la expansión del islamismo radical, objetivo que concuerda con las prioridades de Washington para la zona. En segundo lugar, frenando el flujo de la inmigración ilegal hacia Europa, asunto que, en estos momentos de crisis, se les ha convertido en doblemente prioritario.
Las clases dirigentes europeas tampoco le hacen ascos, faltaría más, a las posibilidades que Marruecos ofrece como espacio económico: el vecino del sur tiene una considerable riqueza energética accesible a nuestras multinacionales, necesita de obras públicas que sus empresas locales no pueden atender, cuenta con un litoral excelente para la explotación pesquera y posee una abundante mano de obra capaz de realizar jornadas extenuantes por salarios de miseria en las más diversas funciones, desde las agrícolas hasta las textiles.
Vistas las cosas desde esa perspectiva, con la mano bien aferrada a la billetera, ¿qué importancia pueden tener los derechos del pueblo saharaui y el supuesto respaldo histórico de España a su autodeterminación? Zapatero ha expresado su apoyo al plan de “regionalización” de Mohamed VI, que ni siquiera tiene fijados ni vías ni plazos de realización.
Así son las cosas: hay gente que tiene principios; otra, sólo fines.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (20 de diciembre de 2008).