Tienen razón quienes señalan el hecho de que buena parte de los asesinatos que se cometen año tras año en España son culpa de funcionarios del Estado autorizados a tener y portar armas de fuego, esto es, por militares y policías. No es una opinión: es un dato, del que tuvimos el jueves una estremecedora muestra.
Un amigo mío, jurista y reflexivo (una combinación rara, pero no imposible), suele manejar ese hecho contrastable para mostrar cuán peligrosa es la facilidad con la que algunos estados conceden permisos de armas. Él suele referirse a menudo al caso de los Estados Unidos de América. Comparto su aversión por la legislación armamentista de los EUA, que proviene de la época gloriosa en la que se pensaba que la mejor defensa nacional es el pueblo en armas (ahora da hasta risa formular la idea), pero no tengo tan claro que, al menos en este caso, la causa de la causa sea causa del mal causado, según la fórmula escolástica. Parece que en Canadá las leyes sobre venta de armas de fuego son similares a las de sus vecinos del sur y, sin embargo, las estadísticas sangrientas son mucho más discretas. Está claro que cuanto más difícil tenga un perturbado hacerse con una pistola mejor para todos, pero el problema fundamental no estará en todo caso en la pistola, sino en el cerebro del perturbado.
Y las crónicas negras demuestran que, por lo menos en lo que a España se refiere, los problemas centrales son culturales. No son las pistolas ni las escopetas las que disparan. Los gatillos no se aprietan solos. Los mueven los celos, los despechos, las ganas de revancha, la incapacidad para admitir que te han dado la espalda y qué le vas a hacer, los rencores, los odios.
Y, a veces, también algunos sentimientos corporativos, de casta. “Los militares nos debemos a la galería”, le espeta un compañero de armas al protagonista de Los cuernos de Don Friolera, el magnífico esperpento de Ramón del Valle-Inclán, reclamándole que tome venganza porque su mujer yace con otro hombre y todo el mundo lo sabe. Y él se somete a la regla y, para lavar su honor, se pone a la tarea y, con la confusión y la oscuridad, mata a su hija.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (13 de abril de 2008).