Hace meses, cuando aún la actual crisis financiera no hacía sino empezar a asomar, argumenté en un debate público las ventajas que podría aportar la estatalización o, al menos, una muy estricta intervención estatal del sistema financiero, a la vista de los graves y muy evidentes riesgos que estaba asumiendo. Planteada la polémica, un reputado catedrático me respondió, con el tono condescendiente que se utiliza para reprender a los legos, que ese tipo de ideas “de socialismo rancio” no pintan nada en el mundo de hoy y añadió, irónico, que, si se aplicaran, él emprendería el camino del exilio. (Por cierto: tengo que enterarme de dónde vive ahora.) Le recordé que François Mitterrand, poco sospechoso de izquierdismo radical, ganó sus primeras elecciones presidenciales llevando en su programa la nacionalización de la Banca, a la que luego renunció, porque se rajó, como tantas veces a lo largo de su trayectoria política.
Lo que propuse en aquel debate no tenía nada que ver con el socialismo. Básicamente porque, para que una estatalización sea socialista, la primera condición que se requiere es que el Estado sea socialista. Yo partía del presupuesto, muy distinto, de que “el Estado es el capitalista colectivo”, según la incisiva definición de Karl Marx, y de que, precisamente por serlo, puede actuar en función de los intereses del conjunto del sistema, resistiendo a las ambiciones desaforadas de tales o cuales capitalistas concretos.
Es eso, dicho en pocas palabras, lo que están haciendo ahora todos los gobiernos del Primer Mundo ante la presente crisis: asumir su papel de capitalistas colectivos y acudir en auxilio del sistema en su conjunto, para tapar las aparatosas vías de agua abiertas por los excesos de algunos imprudentes.
Los hay que ven esas actuaciones gubernamentales como paradójicas. Creen que la regulación estatal de la economía es exclusiva del socialismo. Dan por hecho que el capitalismo es neoliberal por definición. Pero desde el New Deal de Franklin D. Roosevelt –y desde Keynes– sabemos que el capitalismo puede seguir vías muy diversas, cuando le conviene. Y ahora le conviene muchísimo.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (9 de octubre de 2008).