Son muchas las cosas mediterráneas que me enamoran. Hasta, pese a ser vasco (ya se sabe: el verde de los montes, los pastos, los helechos, las hayas, los robles, los ríos caudalosos y todo eso), he llegado a entender el encanto que encierran los paisajes arcillosos y secos que otean el Mare Nostrum. Es otra estética; ni mejor ni peor. Allá por la montaña y la costa de Alicante, donde paso buena parte del año, se vive bastante bien, se come a gusto –a mí me gustan mucho los arroces, pero tienen otras especialidades muy notables– y la gente es, por lo general, cachazuda y divertida.
Hechas ya todas estas advertencias laudatorias, estoy en condiciones de decir que lo que llevo mal es el gusto generalizado de las poblaciones mediterráneas por la pólvora, las tracas, los petardos, las carretillas, las fallas, las fogueres y, en general, por el ruido, el fuego y todos sus artificios asociados. No es sólo que lo lleve mal; es que, además, me asusta. Estuve una vez en la Nit de l’Albà, de Elche, y salí espeluznado. Hubo un muerto y decenas de heridos.
La Unión Europea ha aprobado una directiva sobre artefactos pirotécnicos, destinada a asegurar la integridad física de las personas vecinas a su uso, y medio Mediterráneo ha montado en cólera, diciendo que la gente del norte de Europa no entiende las tradiciones culturales del sur, tan ligadas a la pólvora. Deben de pensarse que Alfred Nobel nació en Valencia.
Utilizar las tradiciones culturales históricas como excusa es un recurso que ya empieza a oler. Vale; matamos toros por tradición, tiramos cabras desde los campanarios por tradición y dejamos que los críos se quemen con la pólvora por tradición. Fantástico.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (23 de febrero de 2009).