La mayoría no sabe en qué consiste el amarillismo periodístico. Habla de “prensa amarilla” a ojo. Ha oído campanas y no sabe dónde.
Muchos creen que lo distintivo de la prensa amarilla es que utiliza titulares efectistas (y muy gordos), que mete muchas fotos (y muy grandes) y que emplea textos que son como las comidas infantiles, con todos sus componentes muy troceados y fáciles de digerir. Bobadas. Con esas mismas técnicas cabe hacer un periodismo certero y honrado –aunque sencillote, destinado a gente que tiene poco tiempo o pocas ganas de leer–, al igual que con presentaciones sobrias, plomizas y sesudas cabe hacer amarillismo camuflado de la peor especie.
Lo que distingue al periodismo amarillo es su afán constante por conectar con las pulsiones mas primitivas, viscerales e irreflexivas de la opinión pública; por no contrariarlas ni aunque lo aspen. El amarillismo hace un doble ejercicio constante: ora azuza a la fiera, ora la adula. ¿Que para ello suelen ser más útiles los instrumentos del sensacionalismo que los propios de la prensa sobria? Sí, por lo general, pero no como dogma: a veces un envoltorio elegante es preferible si se trata de hacer engullir la bazofia como si se tratara de un manjar exquisito.
El caso más llamativo de atribución falsaria de amarillismo que me ha tocado vivir fue el que padecimos quienes denunciamos en su día las tropelías de los GAL: medio centenar de crímenes de Estado, entre asesinatos, torturas, desapariciones, secuestros y expolio de las arcas públicas para beneficio personal. Nos decían: “¡Hacéis amarillismo!”. Todo lo contrario: la mayor parte de la opinión pública española estaba en contra de que sacáramos a relucir aquella apestosa inmundicia. Prefería taparse la nariz y mirar para otro lado.
El periodismo que va contra corriente nunca es amarillo. El periodismo amarillo persigue el éxito fácil, el aplauso cómplice, la adoración simplona de los acríticos y los genuflexos vocacionales.
Poner en solfa aquello que la gran mayoría ha sido inducida a considerar inexcusable es –lo certifico– incomodísimo. Aunque tampoco falten los que pretendan sacar tajada incluso de eso.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (18 de agosto de 2008).