Lo escribió César Vallejo: “En fin, no tengo para expresar mi vida sino mi muerte”. No siempre puede uno elegir su muerte, pero a veces sí, y se expresa en ella.
A lo largo de los años ha habido en mis cercanías un buen puñado de suicidas. A varios de ellos los considero ejemplares. Decidieron que no les traía cuenta seguir viviendo y se las arreglaron para marcharse al otro barrio discretamente, sin armar bulla y dejando sus asuntos en buen orden. Es lo que hizo un familiar mío, excelente persona, cuando confirmó que tenía un cáncer incurable (incurable entonces; ahora vete a saber) y que le esperaba una agonía lenta, dolorosa y muy incordiante para su familia. Hizo cuanto estuvo en su mano para ahorrar discusiones ulteriores entre sus deudos y se quitó de en medio del modo menos llamativo que pudo. Con la dignidad de su muerte expresó la dignidad de su vida. Como Cesare Pavese (“Verrà la morte e avrà i tuoi ochi”). Otro delicado suicida.
Pero también he conocido suicidas de otros tipos. Hay suicidas narcisistas, como el protocolumnista Mariano José de Larra, que se pegó un tiro delante del espejo. Y también suicidas odiosos, de los que se quitan la vida igual que la vivieron: pensando sólo en ellos mismos y sin ninguna consideración hacia el resto de la Humanidad.
Por haberlos, los hay incluso que conciben su suicidio como una venganza (un gesto típicamente adolescente, como ya ilustró Emile Durkheim en su brillante y celebérrimo estudio). Hace algo así como treinta años, hubo un joven de mi entorno al que dejó su novia y que, con el evidente interés de amargarle el resto de su existencia, se ahorcó con un pañuelo de seda que ella le había regalado. Me invitaron a su entierro. No fui. ¿Cómo homenajear a un imbécil así?
No hace mucho me hablaron de otro que se pegó un tiro delante de sus hijos. Desconozco las circunstancias exactas del caso, pero no consigo imaginar qué podría justificar una decisión tan cruel. ¿Tanto los odiaba? ¿Qué clase de vida expresas con una muerte como ésa?
En mi criterio, todo lo que merece ser hecho merece ser bien hecho. No sólo en la vida. También a la hora de la muerte.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (27 de junio de 2008).