Andy Murray, tenista escocés de gran prestigio, no devuelve las toallas que le pasan para que se quite el sudor durante los partidos. Las tira al suelo, sin más. El personal auxiliar de las competiciones en las que él participa se ve obligado a agacharse –a humillarse– para recogerlas.
Ese tipo de actitudes (despectivas, altivas, distantes, clasistas) retratan mucho mejor el talante de algunos divos que muchas declaraciones enfáticas y solemnes. He conocido a personajes, no pocos supuestamente muy de izquierdas, que me han demostrado que son incapaces de tratarse de modo amable, de tú a tú, con otros trabajadores: recepcionistas, chóferes, secretarias, camareros, quiosqueras, panaderos… Ellos son importantísimos, porque salen en los periódicos, en las radios y en las televisiones, y al resto de los mortales no les queda sino decir: “¡Sí, bwana! ¡Gracias por hablarme! ¡Se lo contaré a mis nietos! ¡Qué gran honor!”
Se ve que son demócratas, y hasta de izquierdas, porque ellos lo dicen. Y porque los demás se lo aceptan.
Me sé de escritores y columnistas de gran prestigio que se las dan de magnánimos y de preocupadísimos por el orbe entero, a los que todo el mundo tiene por tales, que bajo capa han hecho llorar con su soberbia insoportable y su falta de consideración a mucha gente muy sencilla y muy cumplidora.
Ellos –y ellas, porque hay de todo– levitan por ahí arriba y no tienen ni tiempo ni ganas para descender al solar en el que habitan los Don Nadie. Personajes a los que, en realidad, les importan un bledo los Don Nadie.
¡Ah, si la discreción profesional no me tuviera obligado y pudiera hacer la guía telefónica de tanta imbecilidad y tanta soberbia!
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (16 de febrero de 2009).