Comienza la primera oleada de vacaciones y, con ella, la pesadilla de los accidentes de tráfico. Siempre se subraya que los más mortíferos no se producen en las llamadas “operación salida” y “operación llegada”, sino en los recorridos cortos que realizan los veraneantes durante las propias vacaciones: ida y vuelta a fiestas populares, bailongos, etcétera. Eso no nos consuela gran cosa a quienes vivimos buena parte del año en áreas turísticas –nos obliga a estar en guardia a diario–, pero tampoco arregla nada a la muchísima gente que no se ve involucrada en trágicos accidentes mortales, sino en lo que se suele llamar “accidentes de chapa”, en los que las víctimas pasivas no resultan heridas pero, sin comerlo ni beberlo, se ven con el coche en el taller, lo que parte sus planes estivales por el eje.
Un tópico muy al uso cuando se habla de estas cosas es el que sostiene que “si esos locos quieren matarse, que se maten, pero que dejen a los demás en paz”. Más de una vez he respondido que esa propuesta, aparentemente sensata, es pura y simplemente irrealizable. Los automovilistas agresivos y temerarios no pueden matarse dejando a los demás en paz. Por muchas razones. Para empezar, y aunque consigan estrellarse sin chocar con nadie ni romper ningún bien público o privado (cosa altamente improbable), obligan a que se desplacen al lugar del accidente una ambulancia y una grúa, lo que supone un gasto para la comunidad y un entorpecimiento de la circulación. En segundo término, y aunque hayan tenido a bien hacerse papilla, es obligatorio llevar sus despojos a un hospital, para que un médico certifique que están cadáveres, y eso también supone un dispendio de dinero público. No hablemos ya de quienes no se matan, sino que se quedan inválidos y se convierten en una carga –en una carga enorme, una vez sumados– para la colectividad.
Nadie es imprudente por su cuenta y riesgo, sin más. Lo subrayo para contribuir a que la próxima vez que un descerebrado de ésos se os pegue detrás, a 160 kilómetros por hora, como si tuviera ganas de meterse en el maletero de vuestro coche o pasaros por encima, lo miréis con todavía peor cara.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (3 de julio de 2008).