Un sistema de evaluar el grado de devoción que suscitan los líderes políticos máximos dentro de sus propios partidos consiste en observar hasta qué punto son imitados en la manera de hablar, de gesticular y hasta de vestir por los dirigentes intermedios y los militantes a sus órdenes.
El caso más llamativo entre nosotros fue el de Felipe González. ¿Que él iba de traje durante la semana y se ponía cazadora de ante los domingos? Todos los aparatchiki socialistas hacía lo mismo. ¿Que decía “por consiguiente” cada tres minutos? Todos a ello.
Dentro de las posibilidades que ofrece su hierática imagen pública, también José María Aznar provocó su tanto de mimetismo en las filas del PP. Muchas de sus muletillas retóricas y abstrusas (“Lo que es y significa la idea de España”, por ejemplo) eran repetidas por su grey cada dos por tres.
También Rodríguez Zapatero es imitado por los suyos. Muchos lo imitan, por desgracia, en una de sus más irritantes características: el habla intermitente. “El Gobierno (pausa) está decidido (nueva pausa) a (otra pausa) tomar medidas (otra pausa más)…”, y así todo el rato. Hacen legión los responsables socialistas que se han puesto a hablar así, mientras separan las manos en posición vertical y a la altura del pecho, como si estuvieran mostrando lo que mide un metro, igual que hace su jefe.
Si es válido este sistema de detectar la pleitesía que generan los líderes máximos en sus propios partidos, es obvio que Mariano Rajoy lo tiene muy crudo. Nadie le imita. En nada. Como modelo –al menos como modelo– es un fracaso.
Está claro que con él el culto a la personalidad no constituye ningún peligro.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (10 de noviembre de 2008).