Contraer una fuerte gripe y pasar los días solo en casa representa, al menos en Madrid, no una enfermedad, sino una cadena completa de padecimientos.
“Ya sabes cómo son estas cosas”, te dice tu amigo médico. “Asúmelo con resignación, toma paracetamol, bebe mucho líquido, métete en la cama… y a sudar. Aprovecha y duerme todo lo que puedas”.
La receta, por sensata que parezca, es de imposible cumplimiento, salvo en lo que se refiere al paracetamol.
Lo asevero apoyándome en un sólido conocimiento empírico, adquirido a lo largo de los últimos diez días. Griposo hasta decir basta, traté de hacer caso al consejo médico. “Venga, Javier: ¡a la cama y a dormir sin parar!”, me dije al principio.
Iluso. Todas las mañanas, así que me tumbaba, sonaba el teléfono. Alguien quería hacerme partícipe de las ventajas sin par de una empresa de telefonía. Diez minutos después, nuevo telefonazo, esta vez para informarme sobre un ADSL, o sobre un cupo de llamadas gratis. A la media hora, un SMS para anunciarme lo mucho que mi operador quiere premiar mi fidelidad. Y así todo el rato.
Claro que cabe desconectar los teléfonos (el fijo y el móvil), pero yo no puedo permitírmelo, por razones laborales. He de estar localizable.
A esto hay que añadir el telefonillo del portal, que tampoco puedo desdeñar, porque recibo por correo postal y por mensajería bastantes cosas que necesito. Pero la mayor parte de las veces me topo con un: “Correo comercial, ¿me abre?”. O bien: “Puri, que soy Nati, ábreme”. “Aquí no hay ninguna Puri”. “Ay, perdone”.
Resultado: tras pasar dos días levantándome y metiéndome en la cama sin parar, opté por quedarme sentado a la espera del siguiente timbrazo. Menos trajín.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (25 de enero de 2009).