La cineasta Pilar Miró hubo de dimitir de su cargo de directora de RTVE en 1989 porque no le perdonaron que se hubiera comprado unos cuantos vestidos con cargo a los presupuestos del ente autónomo. La explicación de Miró fue que el protocolo la forzaba a vestir en los actos oficiales a los que estaba obligada a asistir en razón de su cargo ropa cara que ella nunca habría elegido por su propio gusto, de modo que si RTVE quería que fuera postinera, que lo pagara RTVE. No se lo perdonaron, algunos medios fueron implacables con ella, parte del Gobierno de González también y, al final, la directora de El crimen de Cuenca tiró la toalla.
A mí, su explicación me pareció lógica. Si no te permiten que vayas a una recepción de alto copete con pantalón de pana y una cazadora, que se hagan cargo del disfraz quienes exigen que te engalanes.
Pero fuimos muy pocos los que dijimos que todo aquel supuesto escándalo era una patochada. Y ella se quedó casi sola.
Es del todo distinto el caso –en el supuesto de que lo sea, cosa que ya se verá– de los trajes de regalo recibidos por el presidente de la Comunidad Valenciana, Francisco Camps, y algunos altos cargos de su entorno. El monto de la regalía (20.000 euros) es nimio, tratándose de gente tan encumbrada, pero el fondo de la cuestión no es ése, sino que tan importantes responsables políticos admitieran la dádiva hecha bajo capa por un afanador privado que se beneficiaba de sustanciosas relaciones económicas con la Generalitat y el PP de Valencia.
Lo de Pilar Miró pudo ser una pifia administrativa, pero sin mayor trastienda ética. Esto otro de Valencia es muy diferente: todos sabemos que quien hace un cesto hace ciento.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (9 de marzo de 2009).