La Constitución Española preceptúa (art. 6) en relación con los partidos políticos que “su estructura interna y su funcionamiento serán democráticos”. El primer efecto que debería derivarse de esa exigencia es que las estructuras de dirección de los partidos deberían ser elegidas de abajo arriba, a partir de sus organizaciones de base. Es decir, que primero deberían celebrarse los congresos de cada zona, para que la militancia de las organizaciones de nacionalidad o de región expresaran sus preferencias políticas y de liderazgo y, sólo una vez concluidos éstos, se reuniera el Congreso Nacional o Federal correspondiente, para fijar la línea global y designar los máximos órganos de dirección, a los cuales correspondería proceder a los nombramientos de superior relieve.
En el caso de los dos principales partidos españoles, el sistema de funcionamiento es justo el contrario. Primero celebran el Congreso del partido entero y luego, cuando todo el pescado está ya vendido (o creen que lo está), realizan los congresos locales, destinados a hacer de correa de transmisión de las directrices de arriba. A la vez, es típico que el jefe máximo del partido asuma la responsabilidad de designar por su cuenta a las personas encargadas de los principales órganos de dirección, sin ningún debate formal previo. El caso más escandaloso fue el de José María Aznar, que se permitió elegir a dedo nada menos que a su sucesor.
El resultado de todo esto es que las organizaciones territoriales, representantes de las bases, tienen que limitarse a elegir a los dirigentes que cuentan con el plácet de las jefaturas de Madrid, aunque muchos no estén de acuerdo (a riesgo de montar el número, como ha pasado con el Congreso del PP de Cataluña y, en menor medida, con el de Baleares), y carecen de autonomía para fijar su propia política local, como se demostró con la crisis de los socialistas navarros, forzados a pactar con la derecha, opción que repelía a la mayoría de ellos.
Ya sé que organizarse de abajo arriba resulta complejo. Pero es que la democracia –la de verdad– no es un sistema concebido para facilitar las cosas a los de arriba.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (9 de julio de 2008).