Cantaba el francés Georges Brassens con mucha coña que “los muertos son siempre gente estupenda”. No es un vicio específicamente hispano: basta con que alguien se muera para que los mismos que lo ponían en vida cual chupa de dómine se dediquen a decir (ante el gran público, claro) que era una gran persona, un benefactor, un prócer, un pilar de la democracia, un adalid de la libertad y ni sé cuántos ditirambos más.
Se cuentan con los dedos de una mano los que ayer tuvieron el valor de mantener sus opiniones de siempre, recordando algunas peculiaridades de la biografía del expresidente de la CEOE. Por ejemplo, que fue un falangista convicto y confeso, muy colega de Rodolfo Martín-Villa, con quien trabajó codo con codo en los sindicatos verticales del franquismo, cosa de la que, al igual que su amigo, jamás se autocriticó. Por ejemplo, que nunca fue empresario, por mucho que dirigiera la organización del gremio: fue, eso sí, burócrata de varias empresas, antes de convertirse en el principal burócrata del empresariado. Por ejemplo, que durante la Transición se dedicó a poner zancadillas a todos los ministros de Economía de Adolfo Suárez, a los que consideraba perversos socialdemócratas, porque a él lo que le iba era la derecha pura y dura. Por ejemplo, que se pasó la vida tratando de recortar los derechos de los trabajadores. Por ejemplo, que nunca tragó el autonomismo del Estado español y que llegó incluso a reclamar que se suspendiera la autonomía de la Comunidad Autónoma Vasca, sometiéndola a un estado de excepción. Sólo le conocí en su larga trayectoria una decisión feliz: la de jubilarse.
Se suele manejar en estos casos un argumento que me parece especialmente bobo: “No digas esas cosas de él, porque ahora no puede defenderse”. ¡Pero si se las dije decenas de veces cuando estaba vivo y nunca mostró el menor deseo de desmentir ninguna de ellas! ¿Qué debería hacer ahora yo, si no? ¿Desdecirme?
La conversión de los muertos en tabú (de los muertos recientes, porque pasados unos cuantos años hay ya de nuevo libertad de despotrique) representa uno de los fenómenos más hipócritas de nuestra cultura. Es detestable.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (28 de octubre de 2008).