Me gustan las películas de acción. (No todas, claro. Me refiero al género.) Las de James Bond me las he tragado una tras otra sin falta, desde Dr. No, que me pilló con 14 años. Siempre salía del cine diciendo que el tal 007 era un chulo y un fascista, pero no me perdía la siguiente entrega por nada del mundo.
Ayer me quedé disgustado tras ver Quantum of Solace. No porque la historia me resultara poco congruente (uno no le pide a este tipo de filmes que sean congruentes), sino por la estética que inunda la película: no paran de suceder cosas a la velocidad del rayo, pero casi todas son tan vertiginosas, espectaculares y llamativas como accidentales, dicho sea en dos de los posibles sentidos del adjetivo, es decir, porque acarrean accidentes y porque no añaden nada al supuesto argumento. Uno llega a la conclusión de que lo único que pretenden es dejarte pasmado, con la boca abierta por la acumulación de efectos especiales, pero que no te están contando nada de nada.
Lo que más me disgustó de Quantum of Solace probablemente no tenga demasiado que ver con la película (a fin de cuentas, he perdido 106 minutos de mi vida en cosas todavía más tontas), sino el fiel retrato que ofrece del modo en que los grandes medios tratan al público espectador de hoy en día. Sólo buscan deslumbrarlo, apabullarlo y aturdirlo.
Esta última película de Bond viene a ser como los telediarios, que acumulan tantos datos sin jerarquizar, entre imágenes chocantes, informaciones inconexas y publicidad descarnada, que es dificilísimo sacar nada en claro del batiburrillo.
Te dejan la cabeza como un bombo.
Lo decisivo es que son ellos los que tocan el bombo a su guisa y quienes lo golpean con su maza.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (26 de noviembre de 2008).