Se ha hecho popular en mi tierra guipuzcoana un ciudadano francés, al que todos llaman Irwin, a secas, que suele pasearse desnudo, casi siempre en bicicleta. Ha sido detenido y llevado a juicio en un par de ocasiones acusado de exhibicionismo, pero todos los testigos han estado de acuerdo en que Irwin se ha limitado siempre a ir a pelo, sin prestar particular atención a los circundantes, y que, en todo caso, jamás ha hecho ningún gesto de provocación sexual dirigido a nadie, ni hombre ni mujer, ni mayor ni menor, razón por la cual ha resultado siempre absuelto. Los jueces que han juzgado su comportamiento han estado de acuerdo en que no hay ninguna ley que obligue a los ciudadanos y ciudadanas a cubrirse con ropajes y que, con independencia de lo que cada cual pueda pensar sobre la oportunidad o la discreción de ir sin ropa, todo lo que no está prohibido está permitido. (Me encantaría saber, de todos modos, cómo se las arregla Irwin para librarse de los resfriados, si es que se las arregla; pero ése, desde luego, no es asunto que competa a la justicia.)
El asunto suscita muchas polémicas, a veces divertidas. ¿Por qué puede uno (o una) desnudarse al completo en ciertas zonas vecinas del mar, haya niños y niñas delante o no, pero se considera que está feo que lo haga cuando camina por el paseo de circunda la playa, o algo más allá?
Cuando oigo a la gente carca meterse con el nudismo, me acuerdo de cuando los de su género se oponían a la aviación diciendo: “Si Dios hubiera querido que el hombre volara, le habría puesto alas”. Yo los parodio: “Si Dios hubiera querido que las personas fuéramos siempre vestidas, nos traería al mundo con ropa”. Divina, claro.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (25 de noviembre de 2008).