Alguna vez me he permitido bromear con la recurrente caracterización como “negro” del recién electo presidente estadounidense Barack Obama, alegando que yo, al menos, carezco de pruebas fehacientes de que su padre fuera africano. No sé de nadie –excepción hecha de su madre, claro– que estuviera presente en el momento de la gestación y pueda certificar el hecho.
Ahora ya no bromeo: empieza a resultarme francamente irritante que todo el mundo dé por supuesto que Barack Obama es negro. Primero, porque no lo es. Si nació de la unión de un keniano y de una estadounidense blanca, no es negro, sino mestizo. Lo cual, por cierto, se aprecia en sus rasgos faciales de manera muy evidente.
Por lo demás, ser afroamericano no es sólo cuestión de piel. Es además, y en muy buena medida, asunto de educación y de cultura. Y Barack Obama, cuyo padre cogió el portante y se volvió a Kenia –con razón o sin ella; ni lo sé ni me importa– cuando el emérito chaval cargado de futuro contaba sólo dos años, fue educado en un ambiente que deambulaba entre la blanca Wichita y la hawaiana Honolulu, sin pagar peaje en ningún Harlem.
Pero eso no es lo más significativo del asunto, sino la docilidad con la que la casi totalidad de la opinión pública mundial acepta sumisamente los patrones de la ideología patriarcal. Se da por supuesto que, si su padre era negro, él es negro. ¿Y por qué no razonar al revés y decir que, si su madre es blanca, él es blanco? ¿Por qué lo decisivo ha de ser la paternidad y no la maternidad? No apelen al color de la piel, que en este caso no es ni fu ni fa. Es porque todos tenemos metido hasta el tuétano que la herencia y la sucesión son cosas de hombres.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (1 de febrero de 2009).