Se dice que una de las novedades que aporta el triunfo de Barack H. Obama en las elecciones presidenciales norteamericanas es que, por primera vez, los EE.UU. contarán con un vicepresidente católico. Se trata de una innovación no muy innovadora, tirando a chuchurría, porque, puestos a tener, los EE.UU. incluso tuvieron en su día un presidente (John F. Kennedy) que se proclamaba católico, por más que su biografía fuera una antología de transgresiones a los mandamientos de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana (sobre todo del 4º al 10º).
Lo que resultaría realmente innovador es que, de una pajolera vez, un presidente o vicepresidente de los EE.UU. se proclamara agnóstico o ateo. Eso sí que supondría un puntazo.
Pero ni siquiera habría por qué llegar tan lejos. Bastaría con que los políticos del establishment estadounidense asumieran que Dios y la política deben ir cada uno por su cuenta, sin tocarse ni mancharse. Y que el César público obtenga lo que le atañe, sin más, y que el Dios privado reciba lo que cada cual quiera asignarle en la intimidad.
“¡Dios os bendiga! ¡Dios bendiga a los Estados Unidos de América!”, clamó Barack Obama al final de su discurso de celebración electoral. Me dio verdadero repelús. Esa gente (demócratas y republicanos, supuestos progres y reconocidísimos reaccionarios) mete a su Dios hasta en la sopa. O peor: hasta en los billetes y las monedas. ¿Será que no recuerdan el cabreo de Jesucristo con los mercaderes del templo?
“Confiamos en Dios” es uno de los lemas oficiales de los EE.UU., sancionado por ley en 1956, en plena fiebre macarthista.
¿De qué van? ¿Creen en un Dios que, cualquiera sabe por qué razón, debería darles trato de preferencia?
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (12 de noviembre de 2008).