En la lengua castellana ha acabado por imponerse la palabra “homofobia” como referencia al rechazo que alguna gente siente por la homosexualidad. Es un anglicismo (otro de los muchos que nos llegan de rebote). En puridad etimológica, el “homo” inicial no proviene del latín (homo, hombre), sino del griego homo, que significa “igual”. De ahí términos tales como homólogo, homeopatía, homófono… y homosexual. O sea, que, en rigor lingüístico, una persona homófoba sería aquella que odia a sus iguales.
Lo cual es perfectamente posible, como nos vienen demostrando los (y las) dirigentes del socialismo francés, cuya ocupación principal desde hace ya tiempo es despellejarse entre sí, para regocijo de Nicolas Sarkozy.
Fue el tan turbio como incombustible Giulio Andreotti quien dijo aquello de que “el poder desgasta… sobre todo a los que no lo tienen”. Los socialistas franceses, tras una prolongada estancia en el palacio del Elíseo con Mitterrand y en el Gobierno central (durante la llamada “cohabitación”) no han llegado a digerir el ostracismo al que se han visto sometidos durante los últimos años.
No saben cómo volver al poder máximo. ¿Escorándose aún más a la derecha? ¿Haciendo guiños hacia la izquierda alternativa, que se expande a buen ritmo? ¿Mostrándose abiertos a la Francia multiétnica, evidente, o contemporizando con el galopante chovinismo de una clase dirigente que si repara en alguien de origen foráneo lo hace como quien invita a cenar a un pobre por Navidad?
Carentes de principios, los (y las) socialistas franceses se están despedazando mutuamente para ver quién controla su mercadillo.
No es realmente política; sólo negocios. Patéticos, pero negocios.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (30 de noviembre de 2008). También publicó apunte ese día: Gasolineras en ruso.