Contaba Groucho Marx que sólo empezó a tomarse en serio la tremenda crisis bursátil de 1929 cuando el agente de Bolsa al que había confiado sus prósperos ahorros se suicidó tirándose al vacío desde la ventana de su despacho. No es uno de los escritos más divertidos de Groucho, desde luego, pero sí uno de los más lúcidos. Relata en él cómo muchos astros de Hollywood se dedicaron en los felices años 20 a invertir sus ganancias en Bolsa, convencidos de que era una idea estupenda, porque la economía iba como un tiro y las acciones rentaban a espuertas. Súbitamente, por razones extrañas y misteriosas –la economía no era la especialidad de este otro Marx–, el tinglado se vino abajo y todos ellos se quedaron con lo puesto.
Es llamativo el poder de persuasión que tienen los propagandistas de la economía dominante, que aciertan a convencer al común de los mortales de que sus arcanos son pura ciencia y que todo está controlado al milímetro. De repente, la realidad demuestra que el elegante traje que viste el sistema capitalista está cogido con alfileres y puede deshilacharse con cuatro tirones mal dados. Algo semejante –paradojas de la vida– a lo que le sucedió a la Unión Soviética, que parecía una fortaleza inexpugnable y se vino abajo de un día para otro, para asombro de propios y (sobre todo) de extraños.
Simpatizo, por supuesto, con la gente modesta de aquí y de allá que tiembla ante la actual crisis al ver que las cuatro perras que ha ahorrado a lo largo de su vida laboral pueden hundirse con la compañía financiera o el banco a quienes se las confió. Pero no puedo dejar de refocilarme ante el ridículo en el que están quedando los petulantes que tanto han solemnizado durante los últimos decenios perorando sobre “el fin de la Historia”, pretendiendo que la Humanidad había alcanzado ya una fase de cimientos inamovibles.
El viejo Heráclito de Éfeso sigue dando en el clavo: “Todo corre; nada permanece”.
Aunque tampoco le faltara su tanto de amarga razón al asturiano Ángel González cuando apostilló: “…Salvo la Historia y las morcillas de mi tierra. Las dos se hacen con sangre, las dos se repiten”.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (1 de octubre de 2008).