Cuando preparaba su asalto particular al palacio La Moncloa, en 1996, en un ambiente muy enrarecido por los escándalos de todo tipo, el Partido Popular quiso presentarse como un adalid de la lucha contra la corrupción política. Se comprometió ante los electores a que todo cargo público de su partido que fuera sometido a investigación judicial sería apartado de inmediato de sus responsabilidades. También insistió en que se promulgara una ley contra el transfuguismo político. Pero, una vez que Aznar y los suyos triunfaron, poco a poco se fueron olvidando de sus proclamas.
Cuando perdieron el Gobierno central, mantuvieron de todos modos su control sobre bastiones regionales y locales en los se que maneja mucho dinero, público y privado. Lo que está sucediendo ahora mismo en Madrid y en la Comunidad Valenciana (el caso del presidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, es de aurora boreal) son los ejemplos más acabados del punto en el que están. Lo mismo, aunque en otro orden de cosas, puede decirse de la abortada investigación sobre el presunto autoespionaje al que se han sometido el PP de Madrid en condiciones bastante confusas.
Si a quien se presenta a un cargo de elección por un partido y luego se pasa a otro partido rival o lo apoya desde tal o cual grupo mixto se le considera un tránsfuga, ¿cómo deberíamos llamar a los partidos enteros que cambian de posición en asuntos de importancia capital, desdiciéndose de sus promesas? ¿Partidos tránsfugas? ¿O simplemente falsarios?
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (21 de marzo de 2009).