Llevo demasiados años en esto del periodismo como para no saber de primera mano cómo funciona la filtración a la prensa de datos pertenecientes a investigaciones policiales o a instrucciones sumariales. He visto casi de todo. Hasta he visto personajes públicos que un día te pasan los datos reservados de un caso y a la mañana siguiente salen en las radios denunciando indignados su publicación. O sea, y por decirlo abreviadamente: que puedo creerme cualquier cosa y no me creo nada.
Los dirigentes del PP están ahora muy sulfurados por la constante filtración de documentos, informes y testimonios relacionados con la investigación de prácticas corruptas que involucran a su partido o a personas cercanas a él. Me hago cargo de que no tiene que ser plato de buen gusto aparecer todos los días en los medios informativos en calidad de sinvergüenza cuando ninguna autoridad competente ha formulado todavía ningún cargo concreto contra ti, pero el PP, dejémonos de pamplinas, no tiene ningún derecho a escandalizarse por una práctica a la que sus más altos prebostes, a menudo con concurso judicial, han recurrido sistemáticamente a lo largo de los años, muy en especial durante el tiempo en que controlaron el Gobierno de España.
El periodista sólo tiene un deber a este respecto: contrastar la información para asegurarse de que es fiable. Y los políticos puestos en solfa deberían echarle menos retórica a sus declaraciones y mostrarse más concretos. Por ejemplo: está muy bien que Rajoy considere a Francisco Camps un servidor público ejemplar, honrado, prócer y orgullo de Valencia, etcétera, pero ¿por qué nadie aclara si Camps admitió que le regalaran trajes por valor de 30.000 euros?
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (22 de febrero de 2009).