El presidente de la Diputación castellonense, Carlos Fabra, es uno de mis bichos predilectos dentro del zoo político hispano. De él me fascina casi todo, desde su estética de inspiración retrojoseantoniana a su ética, tal vez mínima, pero indiscutiblemente inasequible.
No obstante, lo que más me asombra de este hombre es su infinito desparpajo. En lugar de hacer lo imposible, como tantísimos otros harían –y han hecho– para pasar desapercibidos de cara al gran público (sin por ello renunciar a seguir conspirando a escondidas para capear los vendavales que se les vienen encima, por supuesto), él se empeña en todo lo contrario: pavonea su admiración por la obra de Franco, edita con dinero público un librito que ensalza al Caudillo y a Queipo de Llano y, ya metido en harina, dedica al libelo –que insiste en minusvalorar el bombardeo de Gernika– todo un prólogo ditirámbico, que rezuma alabanzas hasta por la encuadernación.
Saltan las críticas y Fabra, con su incombustible desparpajo por delante, alega que se ha limitado a defender la libertad de expresión “en todas sus posibilidades”.
Falso por partida doble.
En primer lugar, un editor puede publicar libros con los que no está de acuerdo, por supuesto, pero nada le obliga a hacerles prólogos poniéndolos por las nubes.
Y, en segundo lugar, y como debería saber el abogado Fabra, El Código Penal español, en su art. 22.4 y siguientes, delimita las estrictas fronteras de de la libre expresión en materias tales como el nazi-fascismo. Quod erat demostrandum.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (30 de marzo de 2009).