El lenguaje político abunda en eufemismos, muestra de lo poco que gusta a nuestros dirigentes llamar al pan, pan y al vino, vino.
Hay dos tipos de eufemismos. El primero lo integran las expresiones que se limitan a maquillar los problemas y dulcificar su expresión pública, sin más. Por ejemplo: llamar “desempleo” al paro, o describir como “falta de liquidez” la ruina total.
Los eufemismos más peligrosos son los que no se conforman con disimular lo crudo de algunas realidades, sino que adulteran su naturaleza para facilitar que quienes las han provocado eludan su responsabilidad.
Hay ahora mismo en circulación dos eufemismos de este género que resultan particularmente malévolos, porque ni siquiera tienen aspecto de serlo.
Uno es mileurista. En castellano, el sufijo –ista sirve, o bien para señalar preferencias e inclinaciones, o bien para designar determinadas profesiones u oficios. Pero quien cobra sólo mil euros al mes no lo hace ni por gusto ni porque esa sea su especialidad, sino porque no tiene más remedio. No es partidario, sino víctima. Lo correcto, de admitirse el término mileurismo, sería hablar no de mileuristas, sino de mileurizados, marcando entre ambos papeles las mismas distancias que fijamos entre los esclavizados y los esclavistas.
Parecido rechazo me produce que se hable de las lenguas “minoritarias” que existen en España. Y no sólo porque alguna de esas lenguas cuente con más practicantes que otras admitidas en la Unión Europea como oficiales, sino también porque resulta irritante la presunta asepsia de su propia catalogación. Descritos como “minoritarios”, se diría que se trata de idiomas que no han alcanzado mayor desarrollo porque se han mostrado históricamente poco aptos para comunicar pensamientos y sentimientos, cuando lo cierto es que son lenguas venidas a menos a bofetadas, por culpa de la represión que su uso ha acarreado, y no sólo durante el franquismo, sino desde siglos atrás.
No son lenguas minoritarias, sino minorizadas. Conviene llamarlas así, aunque sólo sea para forzar que se discuta sobre algo que muchos preferirían dejar en silencio. O convertirlo en lo contrario.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (2 de agosto de 2008).