Esperanza Aguirre es una mujer astuta, lista. Incluso taimada, si se quiere. Pero yo no la calificaría de inteligente. Para demostrar inteligencia, una persona que se dedica a la política profesional debe empezar por ser consciente de sus limitaciones personales, de las capacidades (e incapacidades) del equipo con el que trabaja y del margen de maniobra con el que cuenta, incluyendo los variables estados de ánimo de la opinión pública. Y Aguirre ha menospreciado todo ello a la vez: es evidente que se cree mucho mejor de lo que es, que toma a sus fieles y no muy brillantes consejeros por finos estrategas y que da por hecho que tanto su partido como el electorado madrileño van a tragar siempre lo que ella les ponga para comer. Y no.
El modo chapucero con el que ha puesto punto final al trabajo de la comisión parlamentaria que debería haber investigado los espionajes realizados en Madrid a algunos responsables políticos –la mayoría del propio PP– es una muestra de los no muy amplios márgenes de su inteligencia. Huir de manera tan precipitada y ostensible de la escena del crimen es una chapuza. Va a ser mucha la gente, en su partido y en la calle, la que sospeche que lo hace porque tiene no poco que ocultar.
No sé si Aguirre conseguirá mantenerse al frente del Gobierno de la comunidad madrileña, pero apostaría doble contra sencillo a que ha tocado techo político. Ella sola se las ha arreglado para hacer imposible su ascenso a las altas cimas a las que aspiraba, empezando por la sucesión de Mariano Rajoy. Su ambición es tan llamativamente desmedida que da miedo, y hasta grima, incluso a buena parte de los dirigentes del PP.
Aguirre no está hundida, pero sí tocada.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (12 de marzo de 2009).