En tiempos pretéritos, lo que ahora se titula Ministerio de Defensa se llamaba Ministerio de la Guerra. No es que eso lo volviera mejor, pero sí más sincero.
Los ejércitos están para hacer la guerra, y de aquí que se pertrechen con tantas armas e instrumentos mortíferos. Tienen cazas, tienen bombarderos, tienen helicópteros artillados, tienen carros de combate… La denominación de sus artilugios no sugiere misiones de paz, precisamente.
Cuando uno va en son de paz, enarbola una bandera blanca y no porta armas. Sin embargo, el Gobierno español, haciendo un permanente ejercicio de doble lenguaje, se empeña en pretender que dispersa tropas por medio mundo para contribuir a la paz. ¿Por las buenas o por las malas?
El pasado sábado las Fuerzas Armadas españolas –españolas de título, porque buena parte de sus integrantes son mercenarios extranjeros– crearon una porción de paz en Afganistán matando a seis personas e hiriendo a otras seis, según propia confesión. Repasé la nota de Defensa con la esperanza de que, atendiendo a su retórica misión, dijera al final, refiriéndose a los baleados: “Descansen en paz”.
¿Qué hacen las tropas españolas en Afganistán? ¿Por qué dan la cara y matan en defensa de un Gobierno de señores de la guerra que tiene la misma relación con los Derechos Humanos que yo con las Cofradías de la Semana Santa sevillana? “Son igual que los talibanes, sólo que con la barba más corta”, me dijo una feminista afgana, y me quedé con la frase, pero no porque fuera ingeniosa, sino porque a continuación me demostró cuan fundamentada estaba. El Gobierno de Kabul, baboso títere de Washington, merece tanta ayuda como la que dispensó Giscard d’Estaing al emperador Jean-Bédel Bokassa, que cuando no regalaba diamantes a su expatrón francés cocinaba a sus opositores para comérselos con patatas.
La defensa de la paz en el mundo no requiere de tropas de exportación, sino de una política exterior de principios que se niegue a acudir en socorro del imperialismo, y que lo critique sin empacho, y que defienda el derecho de todos los pueblos a decidir por sí mismos lo que hacen o dejan de hacer, para su bien o para su mal.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (17 de junio de 2008).