México mejora. No es que haya logrado aminorar la corrupción de los aparatos policiales, pero ya reconoce que la padece en alto grado. El propio presidente de la República, Felipe Calderón, ha admitido que la mitad de los policías de la nación trabaja para unas u otras formas de delincuencia (extraoficial, se entiende). Según el informe elaborado por la Procuraduría General de la República, hay zonas del país, como la Baja California, en las que el porcentaje estimado de policías corruptos llega al 90%.
Aunque no hay que descartar que con todo y con eso Calderón se quede corto, se trata de un avance importante. Señalar la realidad de un problema es la condición primera para encarar su solución.
Durante la casi interminable hegemonía del Partido Revolucionario Institucional, iniciada en 1929 y en buena parte todavía vigente (el PRI sigue gobernando a la mayoría de la población mexicana, aunque haya perdido el poder central), la corrupción ha sido el sistema de gobierno oficial del país. “Esto no es el porfiriato, pero es parecido el cuento”, cantó con tino Judith Reyes. Es posible que en México no todo se compre, quizá por el aquel de la crisis, pero casi todo está en venta. Tengo conocimiento de sucesos tan insólitos como el de un extranjero que se encaprichó con el revólver de un policía y le propuso comprárselo: el agente, tras negociar las condiciones, se lo vendió.
Pero eso es la anécdota. Luego hay que considerar las categorías. ¿Cuántos empresarios y políticos europeos no han ido a ponerse al servicio de magnates mexicanos de tal o cual ramo, incluyendo el sector de la comunicación, para servirles de lacayos?
Los corruptos se reconocen en cuanto se ven.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (7 de diciembre de 2008).