Admito sin ninguna dificultad que la política vasca es tirando a caótica. No hay más que ver cómo se desenvuelve ahora mismo: Eusko Alkartasuna ha decidido (con sus correspondientes disensiones internas, faltaría más) que no concurrirá a las próximas elecciones del brazo del PNV, los restos diseminados de la izquierda abertzale se ajustan las cuentas entre sí (y a los demás) con espíritu bastante inclemente, los jefes del PNV y del Gobierno de Vitoria no se ponen de acuerdo ni en la hora que marca el reloj, Ezker Batua está también a la greña interna y externa y hasta en el bando llamado “españolista” o “constitucionalista”se zurran a base de bien el PP y el PSOE, entre ellos y cada uno de ellos por dentro.
Visto así el panorama, parece mareante.
¿Lo es? Que el escenario de la política refleje las divisiones ideológicas y políticas realmente existentes en la población, ¿es malo? O, dicho al revés: ¿es bueno simplificar? Todo tiene su anverso y su reverso, por supuesto, pero la tendencia general de las actuales sociedades occidentales a instaurar un bipartidismo tosco y escasamente bipolar, con dos grandes referentes políticos que se asemejan cada vez más entre sí en las grandes opciones, aunque difieran un poquitín en las predilecciones cinematográficas, gastronómicas y musicales, es mucho peor.
No me gustan las sociedades cuyos ciudadanos se lían cada dos por tres la manta a la cabeza por motivos irrelevantes. Detesto a la gente pendenciera. Pero tampoco disfruto de las unanimidades por decreto, las renuncias, los brazos caídos y los consensos forzados.
Por decirlo de manera gráfica: entre el bipartidismo made in USA y el caos vasco, casi que me quedo con el caos.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (17 de noviembre de 2008).