Resulta que metes tus ahorros en un banco y, de repente, cuando quieres sacarlos (porque te hacen falta para lo que sea, o porque te da la gana, y a cuento de qué tienes que explicárselo a nadie), el banco te dice que tururú que te vi, que te esperes un par de años, como poco, porque carece de la liquidez necesaria para atender todas las peticiones de devolución de fondos que le está reclamando su clientela.
¡Es fantástico! Así que dejas en depósito tus dineros a una entidad supuestamente solvente que se compromete por escrito a que no sólo te los va a guardar con mucho cariño sino que incluso te dará algo por tu gentileza, y los jefes de la entidad supuestamente solvente realizan unos fantásticos negocios por todo el mundo con lo tuyo y con lo que les han confiado otros panolis como tú –lo cual les permite embolsarse unos beneficios del copón, según ellos mismos declaran impúdicamente en público año tras año–, y cuando acudes a su ventanilla y les dices que te reembolsen lo que les has prestado se te mofan en las barbas, alegando que tienen autorización del Gobierno para no dártelo, porque les viene mal. A todos: a ellos y al propio Gobierno, por lo que parece. Aseguran que no tienen liquidez para pagar una cantidad que es casi clavada a la que ellos mismos han declarado como beneficios del pasado ejercicio. Vaya jeró.
En tiempos se hablaba mucho de los viejos avaros que escondían el dinero dentro del colchón de su cama. Tal vez haya que resucitar la práctica, aunque eso obligue a dos cosas: a tener colchones que puedan abrirse, como los viejos de lana… y a tener algún dinero que ocultar en ellos. Esto último, según van las cosas, puede ser lo más problemático.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (19 de febrero de 2009).