En los últimos años se ha producido en los medios audiovisuales españoles la conjunción de dos factores perversos que se potencian entre sí. De un lado, hay un montón de gente a la que le pirra la idea de aparecer en la tele o meter baza en la radio, incluso aunque le cueste dinero. Del otro lado están unos medios que han descubierto que llenar programas con gente que cuenta sus desgracias y exhibe en público sus impudicias sale baratísimo, atrae audiencia y además apenas da trabajo.
No soy experto en los programas de televisión en los que salen personajes que relatan sus intimidades, lloran, se insultan y finalmente se reconcilian y se van de la mano, aunque cuando me he topado con alguno tampoco me ha parecido que su mecanismo fuera mucho más complejo que el de un alfiler. A cambio, en tanto que oyente nocturno de radio (recurro a ella para tratar de arrullarme), me he encontrado muchas veces con espacios de ésos a los que hay gentes que telefonean para dar a conocer sus experiencias más insólitas y quejarse de la vida, en general, y de quienes les circundan, en particular.
Es curioso que esa modalidad radiofónica tenga éxito. ¿Será que los oyentes no tienen suficiente con sus desgracias particulares y requieren dosis suplementarias? ¿Será que les pierde el afán de cotilleo? ¿Será que, comprobando que a otros les va todavía peor que a ellos, encuentran algún consuelo?
¿Y qué mueve a los exhibicionistas? ¿Buscan el efecto catártico de la confesión? ¿O sólo oírse?
Yo, cuando despierto en medio de la noche y descubro que la emisora que tengo sintonizada está metida en uno de los muchos espacios lacrimosos de ese estilo, sé lo que busco: otra emisora.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (5 de diciembre de 2008).