De todos los argumentos que emplean las autoridades sanitarias (y políticas) para fustigar el vicio de fumar, el más irritante, por lo que tiene de demagógico y tosco, es ése que avisa de que “el tabaco mata”. No porque sea falso –aunque, dicho así, también lo sea– sino porque sitúa al tabaco en una apariencia de excepcionalidad que no se corresponde con la realidad.
Fumar tabaco puede llevarte al otro barrio, de acuerdo. Pero eso no tiene demasiado de especial. Hay muchas otras actividades humanas que comparten con el humo del tabaco esa desagradable peculiaridad.
El CO2 mata, pero las autoridades no parecen dispuestas a obligar a los fabricantes de automóviles a colocar en los coches un gran letrero que advierta de ello.
El modelo de transporte que nuestras sociedades sedicentemente avanzadas hacen suyo, con el descabellado papel predominante que concede al transporte individual, perjudicial para el conjunto social y peligroso para sus usuarios, también mata, vaya que sí.
Las armas y los ejércitos matan. Los pesticidas pueden causar graves enfermedades, y han llegado a matar. Hay trabajos (v. gr.: la minería) que destrozan la vida a muchísima más velocidad que el tabaco.
La introducción de los modos de vida occidentales en sociedades del Tercer Mundo que sobrevivían con otros patrones de conducta (la fuga masiva de los campos y la creación de megaciudades absurdas, por ejemplo) es un factor de mortandad enorme. Lo ha sido históricamente: los virus y bacilos españoles mataron más indígenas americanos que todos las tropas de los Hernán Cortés, Pizarro y el resto de los conquistadores juntas. (¿Han visto ustedes alguna vez un letrero de advertencia que diga: “¡Atención! Occidente mata”?)
Lo peor del tabaco no es que mate, destino que nos espera a todos algo antes o un poco después, sino que puede amargarnos el último tramo de nuestra existencia convirtiéndola en desagradable, e incluso en odiosa. Pero de eso –insisto– no tiene la exclusiva el tabaco, ni mucho menos.
Es hipócrita cebarse en él y hacer la vista gorda a todos los demás venenos que nos acechan.
(Post scriptum.– Por cierto: yo no fumo.)
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (22 de julio de 2008).