Eugène Pottier, letrista de La Internacional y de muchas otras memorables canciones revolucionarias, tenía razón cuando previno a sus compatriotas: “No hay salvador supremo; ni Dios, ni César, ni tribuno”. Pero el bueno de Pottier, cuya tumba en el cementerio del Père Lachaisse visito siempre que viajo a París, remaba decididamente en contra de la corriente: la mayoría social, tanto la suya de 1889 como la nuestra de 2009, quiere creer en salvadores supremos; en dioses, en césares y en tribunos. Supongo que porque de ese modo sus componentes se sienten menos comprometidos por las obligaciones que les corresponden en tanto que teóricos seres civiles y humanos.
Ahora, tres de cada cuatro terrícolas (y nueve de cada diez españoles) viven con la ilusión de que, una vez que Barack Obama sea investido presidente de los EE.UU., las cosas van a ir muchísimo mejor en todos los órdenes. La claque lo grita de mil modos: “¡Obama, Obama, Obama es cojonudo, como Obama no hay ninguno!”.
Estoy lejos de participar de ese entusiasmo. Primera muestra de lo que nos espera: ¿alguien le ha oído condenar la salvaje agresión de Israel contra la población de Gaza y reclamar su inmediato cese? “Aún no es presidente”, replican algunos. Ya, pero eso no le ha impedido tomar postura en bastantes otros asuntos conflictivos. De hecho, tanto él como su futura secretaria de Estado, Hillary Clinton, han dado repetidas muestras de su decidida proclividad por el estado sionista.
Por resumir: que lo que cabe esperar de la política del gobierno de Obama para el Oriente Próximo es, en lo esencial, más de lo mismo.
Obama es menos patán y menos zafio que Bush. Hasta ahí, de acuerdo. Pero parad de contar.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (5 de enero de 2009).