A comienzos del pasado siglo, los socialistas de espíritu más sinceramente internacionalista denunciaron la formación de lo que llamaron “la aristocracia obrera”. Se referían al hecho de que la gran mayoría de los trabajadores de los países desarrollados hacían la vista gorda ante la salvaje explotación de los recursos naturales de las colonias (y de sus habitantes, claro) porque ellos, a su escala, también se beneficiaban del expolio. Las burguesías europeas obtenían enormes beneficios y eso les permitía pagar en casa salarios menos miserables, con lo que mantenían una cierta paz social y, sobre todo, solidificaban muchas complicidades nacionales, como se constató en la guerra del 14-18, cuando casi todas las organizaciones obreras se aprestaron a defender a tiros los intereses de sus amos.
La Historia se repite, aunque bajo diferentes formas. Ahora ni siquiera está claro que quepa hablar en rigor de “clase obrera”. Hay un conjunto desestructurado de empleados y de desempleados, algunos más o menos fijos, otros de usar y tirar, una parte integrados y otros decididamente marginales… Pero, sobre todo, hay dos categorías que se están convirtiendo en más y más antagónicas en buena parte de la Europa pudiente: los nativos y los inmigrantes. Cada vez son más frecuentes los conflictos sociales en los que aparece en primer plano esa exigencia: “Los empleos de casa, primero para los de casa”. ¿Y por qué hace tres años “los de casa” no querían determinados empleos y estaban encantados con que la gente inmigrante los asumiera por cuatro perras, y ahora les señalan iracundos con el dedo la puerta de salida?
Cuánta alma de explotador habita en cuerpos de siervos.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (9 de febrero de 2009).