Me disgustan las discotecas. Entre varios cientos de razones, porque me aturde su ambiente de luces sincopadas, porque ni sé bailar ni me interesa hacerlo, porque la música que escupen a todo trapo sus potentísimos altavoces no me interesa –de hecho, nunca he conseguido saber si ponen muchas canciones o si siempre es la misma– y porque es imposible mantener en ellas una conversación que no sea a gritos, con la consiguiente afonía posterior. Claro que todo va con gustos y, si están llenas, por algo será.
De todos modos, por las obligaciones que impone la vida social, en media docena de casos me ha caído en desgracia pisar alguna, incluyendo un par de la famosa marca Pachá, ahora tan en boga debido a su interés por contribuir al crecimiento de los pechos juveniles, y otro par más de las recién cerradas en Madrid. No es una experiencia como para hacer estadísticas pero, con ser pocas, me ha tocado presenciar varias escenas estupefacientes. Contaré una: en cierta ocasión, una periodista acudió con un fotógrafo a hacer un pequeño reportaje en una de esas discotecas gloriosas, en el centro de Madrid. Un portero-armario de los habituales les puso dificultades para entrar, porque nadie le había advertido de la visita, y ella se puso tirando a faltona e impertinente, en plan “Usted no sabe con quién está hablando”. Ante lo cual, el portero, tras declarar con mucha solemnidad que él jamás pegaría a una mujer… ¡le arreó un tremendo puñetazo al fotógrafo, que no había abierto la boca!
Es un personal que da miedo. Del mismo modo que en el Salvaje Oeste había matones que tenían el gatillo fácil, esta gente tiene el puño y la patada demasiado fáciles.
Algo debería hacer el sheriff.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (24 de noviembre de 2008).