Cuando escribo estas líneas, aún no está totalmente decidido quién será el ganador de las elecciones presidenciales estadounidenses. A cambio, sí se sabe quién será el gran perdedor: George W. Bush.
Bush ha llegado al final de su mandato en medio de un desprestigio tan descomunal que una de las preocupaciones fundamentales de quien hubiera debido presentarse como su sucesor, el candidato republicano John McCain, ha sido desmarcarse de él y de su obra, publicitándose como abanderado del cambio.
Durante la campaña electoral, McCain ha huido del apoyo público de las cabezas visibles de la Administración Bush como quien escapa del famoso abrazo del oso amigo. Tenía la convicción, supongo que muy bien fundamentada, de que el respaldo de Bush, Cheney y consortes le quitaba muchos más votos de los que le proporcionaba.
La Presidencia de George W. Bush pasará a los anales como una de las más dañinas, torpes y brutales de la Historia de los EE.UU. Además, con vocación de absoluto, porque ha sido nefasta en los más diversos terrenos. Algunos de sus desastrosos yerros podrán tal vez ser rectificados por la Administración que tome el relevo el próximo enero, pero otros tienen ya difícil apaño. Es el caso de los desastres derivados de los fundamentos agresivos y militaristas de su “guerra global contra el terror”, que ha metido a las Fuerzas Armadas estadounidenses en numerosos avisperos, de los que en este momento el más activo es el de Afganistán, pero que abarca, en líneas generales, desde el Pacífico hasta el Mediterráneo, pasando por el Índico. Bush ha engrasado una infernal maquinaria industrial-armamentística que se nutre de las guerras –crueles, pero económicamente muy rentables para quienes fabrican la leña que atiza el fuego– y ha instaurado una política exterior basada en el desprecio del Derecho internacional y en la primacía absoluta de la santa voluntad de la Casa Blanca. Difícilmente podrían ser neutralizadas por su sucesor la una y la otra, en el caso de que se atreviera a hacerlo.
Ha conseguido elevar la arrogancia a la categoría de signo distintivo patrio.
Se irá él, pero perdurará su tétrico legado.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (5 de noviembre de 2008).