Ya son muchas las veces que leo en la prensa o leo en los subtítulos de los noticiarios acontecimientos referentes a un caballero al que llaman “Iñaki Ezkerra”. Conozco a un político de tendencia españolista que se apellida Ezquerra, con “q”, pero no con “k”, y no veo qué derecho tienen los medios para enmendarle la plana y rebautizarlo a su gusto.
Durante el franquismo, los curas y los juzgados no admitían los nombres de pila vascos que no llevaran su María (o semejante) por delante. Y si te negabas, peor para ti. Mi hija Ane (que ésa es la grafía correcta, con una sola “n”, no como se hace llamar la señorita Igartiburu) se llamó Ana hasta que pudo rectificar el entuerto burocrático. Y yo no pude ser Javier sin que me colocaran el “Francisco de” de cabecera, que para eso era el nombre de un santo y no el de un pueblo, aunque eso tuviera escasa relación con la lengua vasca.
La gran novedad vino tras la Transición, cuando la vía libre se entendió a los patronímicos. Muchos Eguía se volvieron Egia; otros tantos Echezarreta, Etxezarreta etc. Pero se requería un deseo expreso; no era una obligación: si alguien quería seguir apellidándose Lecea, con “c”, o Gurpegui (añadiendo esa “u” que en vasco no tiene sentido, porque todas las “g” tienen sonido suave), pues lo hacía, y ya está. Tenemos el caso de Carlos Garaikoetxea, que escribe su nombre de pila en castellano y su apellido en euskara.
Que Iñaki Ezquerra quiera llamarse así, es cosa suya. Y las razones de su elección, también. No quiero ni especular con ello. ¡Para una norma que aceptamos casi todos los vascos sin liarnos a tortas!
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (28 de marzo de 2009). También publicó apunte ese día: El parte.