Todavía están estupefactos los periodistas y políticos que acompañaron a la ministra de Defensa en su reciente visita a la fragata Numancia, en el puerto de Mombasa (Kenia). No pocos de ellos debían de tener a Rosa Díez por una mujer sobria, entregada a su misión política, poco o nada preocupada por cuestiones presuntuosas y no daban crédito a lo que veían sus ojos: una especialista en el arte de empujar con los codos para mantenerse a la vera de Carme Chacón mientras la prensa estuviera sacando fotos. Un punto de intriga: ¿para qué llevaba la presidenta de UPyD una bolsa de viaje de tan importantes dimensiones, cuando sólo iban a pasar un par de horas a bordo? Lo descubrieron según fueron viendo el desfile por la pasarela.
Díez ha despertado las simpatías de una fracción del electorado, pequeña pero significativa, que no ha dudado en atribuirle virtudes muy por encima de las demostradas. Es gente que quería a alguien que defendiera un españolismo no necesariamente de extrema derecha y ha decidido que esa persona es ella. Lo cual nos lleva a la conclusión de que un líder político puede ser persona de gran valía, pero apenas recibir la atención del electorado, en tanto que otro lo mismo es un pequeño desastre con ínfulas dictatoriales y pasar por una lumbrera. Conozco a bastante gente que ha tenido relación laboral y política con ella y no acaba de valorarla como aquellos que simpatizan con lo que dice pero no saben cómo lo hace.
¿Qué es mejor: aparentar y no ser, o ser y no aparentar? Yo, al menos, lo tengo clarísimo.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (25 de abril de 2009).