Hay una canción tradicional inglesa titulada John Barleycorn, típica en el repertorio de los folcloristas británicos, que ridiculiza los intentos que realizaron en tiempos pretéritos las autoridades de la isla para acabar con la producción y el consumo de bebidas alcohólicas. Basta con dar hoy en día un paseo por cualquier ciudad de Gran Bretaña para constatar el éxito que tuvieron: nulo. Muchísimos ingleses beben como cosacos, empezando por la más alta realeza, que se las trae.
Los gobernantes británicos se declaran ahora satisfechos porque las medidas prohibicionistas que han tomado en contra del consumo de tabaco están obteniendo algunos resultados positivos. No suelen mencionar que, en compensación por el descenso del fumeque, se ha producido un auge nada desdeñable del trinque, dicho sea en plan cheli. Es como si las drogas funcionaran mediante vasos comunicantes.
España es diferente. Desde que se aprobó la ley antitabaco, a comienzos de 2006, la venta de cigarrillos no ha hecho más que aumentar. De hecho, a partir de 2006 se cortó la tendencia descendente que se había iniciado en 2004 y comenzó a repuntar con fuerza.
Prohibir es fácil: se hace una ley, y a correr. Cambiar hábitos sociales es harina de otro costal. Requiere, además, partir de la constatación histórica de que ninguna sociedad ha funcionado nunca sin drogas. Si no son unas, son otras.
Yo no fumo, pero cada vez me parecen más formalistas las normas que se han elaborado para no mejorar finalmente casi nada, salvo la almidonada imagen de sus impulsores.
Me molesta el humo del tabaco, sí. Pero muchas otras cosas me parecen aún más nocivas (el capitalismo, por ejemplo) y nos obligan a soportarlas.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (22 de enero de 2009).