El presidente del PNV, Iñigo Urkullu, acusó el pasado martes al PSOE de preparar “un golpe institucional” para hacerse con el Gobierno de Euskadi. Así dicho, suena muy fuerte (por más que yo, al menos, no tenga ni idea de qué puede ser un golpe institucional: parece una contradicción en los términos). Pero lo más curioso del asunto es que, una vez formulada tamaña invectiva contra los socialistas, el propio Urkullu les propuso formar un Gobierno de coalición basado en un “liderazgo compartido”.
Si el PNV no es capaz de reunir los apoyos parlamentarios necesarios para hacerse con el Gobierno de Vitoria, el PSE-PSOE tiene perfecto derecho a intentar hacerlo por su cuenta. Cosa diferente es que a algunos les guste más la perspectiva y a otros nos guste menos, o que consideremos que los métodos de los que se ha valido para lograrlo sean más o menos honrados –ilegalizaciones incluidas–, o que veamos más o menos porvenir a un ejecutivo minoritario rehén por los pelos del aval exterior de la derecha más cavernícola.
El problema que atenaza a muchos dirigentes del PNV es que llevan tres décadas viviendo de la política (lo que asegura la manduca) y viéndose todos los días en la tele (lo que alimenta el ego). El horror al vacío les mueve a apuntarse a cualquier cosa, con tal de no verse fuera del poder. Y si tiene barbas, San Antón, y si no, la Purísima Concepción.
Es un fenómeno del que el PNV no posee la exclusiva. Lo vimos en Cataluña con CiU, y en Galicia con el PP –que ahora va a recuperar sus poltronas–, y habremos de verlo en Andalucía, y en Extremadura, y en el País Valenciano…
Será bueno que así sea: los gobiernos que se eternizan acaban convirtiéndose en regímenes.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (7 de marzo de 2009).