Hace unos días contemplé en televisión un reportaje que versaba sobre el reparto de las tareas domésticas entre hombres y mujeres. Si dijera que me escandalicé, sería un hipócrita de tomo y lomo: he visto esas cosas mil veces.
El meollo del asunto está en el verbo “ayudar”. Pregunta: “¿Comparte usted las tareas del hogar?”. Respuesta: “Sí, sí; yo ayudo a mi mujer”. Luego se profundiza –no hace falta bucear mucho– y se descubre que la ayuda consiste en labores tan esforzadas como freír un par de huevos si a ella le falta el tiempo, lavar cuatro platos o conminar a la chiquillería a meterse en la cama. A eso puede llamársele participar, pero al modo en que puede presumir de haber sido agraciado con el Gordo de Navidad quien lleva una participación de 30 céntimos. Compartir, en rigor, es establecer dos lotes equivalentes. No se trata de “echar una mano”, sino de tener un grado de responsabilidad comparable y, llegado el caso, invertible.
En España hay una irritante tendencia a confundir el trabajo, en general, con el trabajo asalariado, en particular. Quitando unos pocos centenares de holgazanas profesionales, emplear la expresión “mujer trabajadora” no sólo es redundante, sino también desorientador. La mayoría de madres de familia que conozco se pegan unas palizas diarias de aúpa. Pero lo más hiriente es que cuando son los dos integrantes de la pareja quienes acuden a ganarse el pan a una fábrica, oficina o tienda, o incluso cuando sólo lo hace ella, la respuesta es la misma: “Oiga, pero sepa que yo la ayudo en lo que puedo”.
Javier Ortiz. El dedo en la llaga, diario Público (29 de marzo de 2009).